TREINTA AÑOS - I Concurso de microrrelatos "La cruz del Negro"

TREINTA AÑOS
 
Mi primer día como treintañera lo pasé con jaqueca. Había dormido poco y sentía los pies pesados como ladrillos de piedra. Caminaba como una autómata, con los brazos cruzados para abrigarme, incrédula de los ecos de mis zapatos de tacón rebotando  entre las casas y edificios de la zona.
“A esta robot solo le alivia imaginar el fin de la jornada”, me dije, tratando de olvidar que otro día marchaba, por decisión propia, a mi particular tormento de Sísifo. El sonido acompasado que escuchaba me recordaba las historias de novio el detective de la Policía: todas con la misma intriga y el mismo héroe. “Ay, el teniente Duarte”, pensé, “siempre tan estoico y vigoroso”.
Tan solo recordarlo, me dolían las caderas, todavía podía sentir sus manos oprimiéndome los senos, su lengua lamiendo mis pezones, gimiendo una y otra vez: “Eres mía”. “Que extraños los hombres, son como niños”, reí un momento, tapándome los labios.
Casi sin percatarme, llegué al portón verde metálico de la oficina. Sentí el acostumbrado hormigueo en el estómago y una abismal sensación de muerte cotidiana. Una vez más, mi jefe, el implacable doctor Velásquez habría madrugado y me estaría esperando puntual para preguntarme por el informe, la carta, el recuento. No había remedio, ese era mi papel, de secretaria, y el suyo, de patrón.
Traté de seguir de largo por su oficina, contando cada uno de mis pasos del modo más prudente y sigiloso, procurando no hacerme sentir en el tránsito por la puerta de su despacho, extrañamente abierta. Al pasar, vi de reojo los estantes con las carpetas intactas y ordenadas como siempre; no obstante, un reguero de hojas de papel, como huellas blancas y planas, formaba un camino corto y sinuoso que llegaba hasta su escritorio. Una vez más, me enfrentaba con su mirada impertérrita, adosada a un rictus de furia, solo que ahora yacía detenida en el tiempo y el espacio, mientras un hilillo de sangre le corría por la comisura de los labios.
Apenas si pude reponerme de la sorpresa para imaginar el preludio: el asesino evadió las seguridades, lo miró fijamente y, tras improvisar alguna sentencia final, le clavó una bala que le atravesó el pecho de manera nítida, creando un orificio negro a la altura del corazón. Luego, se escurrió por las escaleras de emergencia a toda velocidad, dejándolo perennizado en su sillón de pequeño rey del mundo.
Cerré la puerta y salí a beber un vaso con agua. “Tranquilízate Lucía… tranquila... Faltan 20 minutos para que lleguen tus compañeros de oficina”, me repetí. En un impulso frenético, tomé el teléfono para dar aviso del asesinato a la Policía, pero la sola idea me recordó a mi novio, sentado frente a mí en la penumbra, aburriéndome con la crónica de un caso irresuelto mientras rastrillaba su pistola. “Dime princesa, ¿cuál es tu sueño más grande en el mundo?”



LISOS

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