Esta noche en el parque - I Concurso de microrrelatos "La cruz del Negro"

 Esta noche en el parque


Esta ciudad se despierta cada día con un sobresalto. La batalla de la inseguridad ciudadana  es ya  imposible de ganar. Ni más policía,  ni más redadas en las calles oscuras de los barrios marginales, ni
siquiera esa manía de cerrar al público el parque a las diez en punto de la noche. Nada va a resolver la situación. Nada va a salvar a emigrantes, vagabundos o mendigos, ni siquiera a las ancianas que vuelven tardías a casa o a los  noctámbulos confiados, de las cuadrillas de jóvenes delincuentes  Los bancos se han protegido cada vez más hasta transformarse en fortalezas inexpugnables y los viejos atracadores han acabado convertidos en salteadores callejeros de mendigos.
    Mañana no será una excepción y amanecerá con atracos nocturnos, peleas callejeras y algún que otro delito fatal de sangre. En los periódicos, en la sección de sucesos, junto a las necrológicas, en la columna de los verdaderamente  sangrientos, darán cuenta de que en el Parque Botánico han aparecido, al abrir, dos jóvenes gamberros muertos de sendas cuchilladas. Yo conozco mejor que nadie la historia y el periodista se perderá como siempre en conjeturas para rellenar espacio y justificar un sueldo infame.
     Eran más de las diez, noche cerrada ya a estas alturas del otoño, cuando el portero cerró el parque con mucha fanfarria de hierros y cerrojos y se fue a casa. Yo estaba escondido ya en el parque, buscando un lugar resguardado donde dormir, en un buen lecho de hojas de platanero bajo el dosel de hoja perenne de los tejos, cuando escuché el ruido de pies que se arrastraban entre la broza del suelo. No paseaban distraídos, lo hacían con cautela, pero sin cuidarse demasiado en disimular. Luego, dos pies, los más torpes, se separaron y a través del camino de gravilla, volvieron a acercarse. 
     Adiviné pronto que no eran mendigos que  buscaran  disputarme un lecho al abrigo de los tejos. Mientras pasaba por delante de los arces japoneses oí a uno tropezar varias veces con el  bordillo de cemento de los parterres.  El otro, seguía haciendo crujir la gravilla del paseo cada vez más cerca.  El calzado debía de ser duro y su propietario fuerte y pesado.
     Sin una gota de luna, si se mide por gotas la escasa luz que envía a la tierra, me protegí sigiloso tras los troncos de los tejos. Los intrusos estaban a pocos metros moviéndose torpes en la oscuridad.     Un mendigo diurno en estas circunstancias es una una víctima perfecta, aunque barrunte  el peligro, trate de defenderse y patalee como una fiera. Sin embargo, para mí, fue un juego infantil.     
    Fueron dos golpes rápidos a media altura y los cuerpos se derrumbaron hasta el suelo sin un mal quejido. Debían ser jovenzuelos. o por lo menos, bastante inexpertos. Nunca tuvieron los pobres, la mínima probabilidad de salvarse.
     Los mendigos ciegos somos los pocos que tenemos, por las noches, cierta garantía, de sobrevivir en esta jungla.


Seudónimo :

Capitán Mendizábal

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