La prueba - I Concurso de microrrelatos "La cruz del Negro"


La prueba


 
Antes de que se despertara la mañana, Ceballos, el inspector de policía, ya se encontraba en la escena del crimen. Las ojeras demostraban que la dedicación a su oficio era más poderosa que los brazos de Morfeo. Las piernas le pesaban y las lumbares le golpeaban como un látigo de cinco puntas. A pesar de ello, se levantaba cada día después de, a penas, cuatro horas dormidas.
Llegó a una casa con la puerta abierta, en la cual había sido arrebatada la única vida que la habitaba. Otro hombre asesinado con un arma blanca en el salón de su casa. El informe preliminar del forense era calcado al de los anteriores homicidios: a la causa de la muerte, una puñalada en el corazón, se le sumaba una profunda herida postmortem en la palma de la mano que demostraba el ensañamiento. La víctima era Santiago Maura, fichado por alcoholismo y malos tratos.
Ceballos se puso las gafas de cerca y observó minuciosamente el cuerpo inerte. En la mano sin vida, de nuevo, un cabello acusador. Lo mandó a analizar y se marchó a la oficina sintiéndose un héroe anónimo. Amaba su trabajo.
La tarde llegó sigilosamente, como una mala noticia que se cuela por debajo de la puerta. El inspector se encontraba en su escritorio arreglando el papeleo cuando le fueron a buscar a la misma oficina de policía. Mientras escribía con un mediocre bolígrafo negro, dos sombras se elevaron sobre su cabeza cual cuervo que se posa sobre la lápida de piedra erosionada con el tiempo. Uno de los agentes lo esposó sin oposición ninguna. La incógnita e incertidumbre no desaparecieron de su cara hasta que le leyeron los cargos por los que se le acusaban. Después de aquellas palabras que dolían como disparos, en su mirada solo quedaban el horror y el desconcierto. El pelo era suyo.
Desquiciado, entre rejas, no cesaba de darle vueltas a la cabeza. Aunque finalmente fuera declarado inocente, su vida ya estaba arruinada. Aquella mancha en su expediente acababa de quemar su carrera haciéndola cenizas como ese papel arrojado por un inocente niño a una chimenea por la curiosidad hacia aquel elemento tan bonito y peligroso a la vez.
Cadáver tras cadáver siempre aparecía la misma prueba acusante. Sin embargo, nadie sospechó de la peluquera, nunca.



Seudónimo: Alejandro

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