La mano del muerto - I Concurso de microrrelatos "La cruz del Negro"

La mano del muerto

Por Aminoplácido 



La partida de póquer se decantaba a su favor. Vito era bueno, sabía esconder los tics tanto que ni la voz le temblaba al apostar. Solía hacerlo fuerte a primeras de cambio, dejando atrás a los que titubeaban y leyendo las caras de los adversarios con buenas cartas. Yo pasé esa vez, mi trío de seises no era suficiente para sostener el monto de dinero en el centro de la mesa. Vito, como de costumbre, había empezado doblando la apuesta. El portugués, que se sentaba a su derecha, le mató con la mirada, de hecho le hubiera matado de verdad si hubiera podido porque se estaba arruinando. Sólo Mario le sostuvo la apuesta al delgado y pálido Vito de Calabria. Mario, que contrastaba por tener la cara redonda y un cuerpo grueso embutido en un estrecho traje de mil pavos, se mostraba contento, debía llevar buena mano. Pero a Vito no le importaba y continuaba sereno, sin siquiera pestañear. Paseó su mirada, fría y sin vida, entre los asistentes antes de arrastrar todo el dinero de su lado al centro de la mesa, en una apuesta enorme. Era demasiado incluso para Vito, por lo que yo sabía de él, y no era mucho, también solía retirarse a tiempo.
Vi una gota de sudor caer por la sien de Mario en el momento en el que calculaba el dinero que se jugaba. Luego miró sus cartas. Dudó mucho antes de tomar una decisión. Cogió todo el dinero que tenía en su lado y algo más que sacó de su bolsillo para igualar la apuesta de Vito. Lo hizo con una expresión de ira en el rostro. O ganaba o ganaba, no perdería esa mano y nosotros lo sabíamos. Vito también debía saberlo. Las malas lenguas decían que Mario había matado a un hombre, y si alguien lo mencionaba, él se reía y aseguraba que habían sido cinco. Te lo podías tomar a broma, pero no era muy aconsejable llevarle la contraria a ese tipo. Mucho menos desplumarlo delante de sus amigos. Y lo hizo. ¡Vaya si lo hizo! Con una escalera de color contra la que nada podía hacer el full de reyes y sietes de Mario. Y pasó lo que tenía que pasar. Arrojó la mesa al suelo y desenfundó su arma, un pequeño revólver. Pero las sirenas sonaban, alguien había avisado a la pasma. Durante el segundo de confusión y miedo, desenfundé la mía y abrí fuego contra Vito. El larguirucho y pálido Vito cayó de espaldas envuelto en la nube de pólvora de mi viejo Remington. Mario me miró asombrado justo antes de salir por patas. Él y todos se escaparon, menos yo. Recogí todo el dinero de la mesa sin preocuparme de la sirena. ¿Por qué iba a preocuparme si fui yo quién la instaló la noche de antes? Luego me agaché hasta donde yacía Vito.
—¿Se han ido ya? —me dijo.
—Como alma que se lleva el diablo —le contesté.

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