No hables con extraños - I Concurso de microrrelatos "La cruz del Negro"


No hables con extraños
Las hojas caían en sinuosa danza. El viento había arrastrado en pocos días los brillantes colores del verano para cubrir el parque con una crujiente alfombra otoñal. Desde una mesa de picnic, algo alejada, pero con un excelente campo de visión, podía observar la estampa. Una hora después de que acabase la jornada escolar, los pequeños infantes llenaban el parque con sus estridentes risas y
juegos. Corrían de un lado para otro. Saltaban y brincaban entre toboganes y columpios mientras sus padres charlaban despreocupadamente. Pero hay quien está a otras cosas. Yo lo veo. En un banco está sentado, parece distraído, que lee su periódico ajeno a los chiquillos. Solo lo parece. Los conozco muy bien. Conozco esas miradas lascivas, esas repulsivas sonrisas y la manera de hacer fotos disimuladamente con el teléfono. Conozco bien a esos cerdos que fantasean con querubines. Igual que las alimañas, siempre alerta; pero llega un punto en el que se confían. 

Y es que los hábitos pueden llegara  a resultar muy peligrosos. Uno se acostumbra, se vuelve más descuidado y deja de preocuparse por los detalles, comienza a asumir riesgos. Un día saluda a una niña. Días después se atreve a mantener una conversación breve. Cuando han pasado varias semanas ya puedes saber cuáles son sus favoritas. Llega un momento en el que no pueden contenerse más y aparecen los caramelos. Después, los angelitos van de la mano de esta escoria, dirigiéndose al matadero.


Hoy es el día. Ya ha oscurecido. Me he acercado a tirar mi botella de agua y le he escuchado. "Mañana te llevaré a un sitio con muchos caramelos, pero no se lo puedes decir a nadie. Es nuestro secreto".  Le sigo por las callejuelas, no sospecha de una madre con carricoche. Pero no sabe que ni soy madre, ni en el carricoche hay otra cosa que un muñeco. Doy un traspiés. Se gira y viene a socorrerme. “Me he hecho un poco de daño en el pie. Vivo cerca, pero hay escaleras. ¿Le importaría acompañarme? No voy a poder subir yo sola el carricoche”. Y me sigue. Y hablamos y reímos y bromeamos. Le insisto para que entre a mi piso, un segundo sin ascensor. “Déjeme que le invite a un café”. Y entramos.  Dejo a “mi pequeño” en el salón y voy  a la cocina a preparar el café. “¿Le gustaría ver la habitación de mi pequeño? La estamos pintando un mural con animalitos”.  Abro la puerta de una salita vestida con plásticos. “Cuidado que resbala”, bromeo.  “Aún no hemos instalado lámparas, en la mesita que tiene delante hay una linterna”. Mientras busca una linterna inexistente, saco el cuchillo que he cogido de la cocina. La tenue luz del pasillo ilumina su hoja. Siento la sangre martilleándome detrás de las orejas, mariposas juguetean en mi estómago.                                           


  Olvido

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