Chocolate - I Concurso de microrrelatos "La cruz del Negro"

Chocolate
por:


Frau Rojas

Anna, que no se llamaba así, necesitó siete años y mucha caridad para curar los latigazos de su niñez. La maliense, que logró huir de la esclavitud, había llegado a Alemania bajo el velo de la clandestinidad en busca de la redención.
La mitad de su misión en la vida ya estaba hecha, tal y como se lo repetía el Pastor cuando le arrebataba la navaja con la que constantemente intentaba cortarse las venas; la otra mitad sería fácil de cumplir, pues la debilidad del director de la firma de chocolates M eran las mujeres negras.

Aquello lo sabía porque él visitaba con frecuencia los plantíos de Costa de Marfil, donde ella trabajaba a cambio de comida, para supervisar a los trabajadores —en su mayoría niños— y más de cerca a las niñas que arrastraba hasta su oficina donde, luego de una sarta de latigazos, las sometía y silenciaba entre sus toscas pero bien cuidadas manos blancas. Mariam, Mariam, eres muy bonita.

La noche del encuentro fue planeada y repasada no desde la cabeza, sino desde las entrañas de Anna.

—¿De dónde eres?
—De Malí pero vivía en Costa de Marfil
—Costa de Marfil, vaya coincidencia, yo viajo mucho allá. Un lugar maravilloso
— No más que éste.

Con descaro, el viejo miraba el escote de la edecán intentando exagerar su intención de acostarse con ella. La propuesta llegó más rápido de lo esperado. Una noche, dos mil euros.

El viejo olía a chocolate como si lo sudara. Ella cerró los ojos intentando no mirar al viejo visión que la penetraba también con la mirada, pero fue peor. Esos gemidos que conoció a sus doce años, y que no la dejaron dormir por muchas noches, la transportaron a la oficina donde el único testigo de los abusos era el ventilador que pendía del techo.

Anna se tuvo que dar una ducha para normalizar su respiración. El viejo roncaba. Era tiempo de consumar su misión. Se acercó a la cama. El silenciador activado. El olor a chocolate le impedía pensar claro. El viejo abrió los ojos, también tenía una pistola. Se apuntaron.

— Tú no te llamas Anna
— Ese es mi nombre
— Mariam, Mariam, ¿Dónde estuviste todos estos años?

Que no te tiente el demonio, haz lo que tengas que hacer y no lo lo escuches: tú tienes una misión en la vida, escuchó con la voz del Pastor. Anna se quitó la máscara de edecán y detonó el arma.

Un golpe de sonido. Fin.

Antes de morirse, ella pudo sonreír. El fuego cruzado los tomó por sorpresa; ella, tan joven, pensó que la vida le había quedado holgada; él, tan viejo, pensó que todavía le quedaron muchas cosas por hacer.

Se hicieron muchos homenajes dedicados al empresario y filántropo impulsor de muchas obras de beneficencia a favor de los niños de África. La inmigrante ilegal de religión musulmana recibió un último latigazo en los diarios, con tinta de chocolate y sangre, al ser nombrada Anna, la asesina.

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