UNA JUGADA PERFECTA - I Concurso de microrrelatos "La cruz del Negro"

UNA JUGADA PERFECTA

Por El Gólem 

Aquello no tenía sentido. Se suponía que yo era el policía, el bueno de la película. Y, sin embargo, allí estaba, entre rejas. ¿Que demonios había sucedido? Los atracadores se llevaron una cantidad desvergonzada de dinero sin dejar ni una sola pista ni huella. El golpe había sido limpio y perfecto. Mis pesquisas comenzaron interrogando al personal, puesto que es habitual que tengan ayuda desde dentro, pero resultó inútil. Entonces hice lo segundo que se suele hacer en estos casos: seguir la pista del dinero. Era imposible que una fortuna tan descomunal pasara desapercibida. Visité a los antiguos conocidos del gremio, hice preguntas, pateé algunos culos, vigilé movimientos poco usuales... Pero nada de nada. Estaba claro que los que andaba buscando eran profesionales, no serían tan incautos para variar sus rutinas repentinamente. Así que la última opción estaba clara: presionar a los soplones habituales para que mantuvieran los ojos abiertos, y sentarme a esperar. Y la espera al fin valió la pena. Uno de ellos me proporcionó una dirección y una hora, me dijo que allí se repartirían las ganancias, y después cada uno volaría lejos. Era mi última oportunidad. Quizá hubiera debido avisar refuerzos. Pero, qué demonios, quizá esperaba, por qué no, alguna medalla. Lo único que encontré cuando llegué fue un gran charco de sangre, y, aunque nunca he sido muy listo, sí que tengo buen olfato, e intuí que aquello era una trampa. Intenté escapar, pero los coches de patrulla ya estaban esperándome. Los cargos fueron de atraco y asesinato. Según parece, en mi casa encontraron a uno de mis compañeros de la policía con un disparo en el pecho, y, sobre la cama, un maletín con una buena parte del botín. Al fiscal no le costó nada convencer al jurado de que entre él y yo habíamos cometido el robo, después habíamos discutido por el reparto, y yo lo había matado. Era completamente absurdo que, habiendo disparado a mi compañero, dejara su cadáver y el dinero en mi casa. Nadie medianamente listo hubiera hecho algo tonto. Pero todos sabían que yo no era demasiado listo, y, además, estaba el hecho innegable de que la bala había salido de mi pistola. ¿Cuándo me la habían quitado? Ni idea. Pero así estaban las cosas. Curiosamente, unos meses después del juicio, y ya pudriéndome en la cárcel, me enteré de que varios compañeros, y el propio fiscal que llevó mi caso, habían pedido la jubilación anticipada, y se habían retirado a vivir de las rentas a alguna isla tropical donde siempre luce el sol y las mujeres de piel morena suelen ir ligeras de ropa. Un cadáver, una parte del botín sacrificada, un cabeza de turco, y consiguieron el atraco perfecto. Y, mientras tanto, yo olvidaré la luz del sol, el tacto de la piel femenina, su aroma... A partir de ahora sólo conoceré el maldito olor rancio de las cuatro paredes de mi celda. Es lo que nos pasa a los policías que no somos demasiado listos, ¿no?

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