La Gran Sampras - I Concurso de microrrelatos "La cruz del Negro"



La Gran Sampras
 
    Ariadna Sampras falleció y a nadie le importó. Los periódicos no reportaron su muerte y sólo dos personas acudieron al funeral, siendo una de ellas, precisamente, el hombre que había acabado con su vida. La otra era su madre, que acudió por lástima, aunque no sentía pena. Quiso ser recordada como La Gran Sampras, pero nunca pasó de Ari, la pobre chica del Heaven Club, la camarera siempre excesivamente arreglada, sedienta de atención, la de la risa demasiado alta, demasiado vulgar. Ni guapa, ni fea. Ni muy lista, ni del todo tonta. Demasiado vieja ya para ser joven, demasiado arrugada para hacerse la ingenua.
    La asesinaron el 13 de mayo del año pasado, en una noche silenciosa y tranquila. No hubo lluvia ni tormenta, ni siquiera eso tuvo, la pobre, para subrayar el dramatismo de su último aliento. La noche no se inmutó porque no se enteró. Ariadna Sampras, Ari, murió como mueren los olvidados: rápido y en silencio. Bastó con que el hombre rodeara su cuello con ambas manos y apretara unos segundos. Ni siquiera se molestó en mover el cadáver, lo dejó tirado en aquel callejón bajo una farola tintineante. Incluso muerta parecía demasiado ruidosa, demasiado vulgar. Era el tipo de cadáver que hace que le resulte a uno fácil comprender por qué alguien pudiera haberla matado.
    Por eso resulta curioso que el asesino, que respondía al nombre de Bernardo Gavilán, fuera la única persona que alguna vez sintió un cierto afecto por ella. No amor, eso es algo que Ariadna Sampras nunca conoció, pero sí algo cercano a una simpatía sincera. El día del funeral, con la ceremonia concluida, se aproximó a la madre de la difunta y le dijo lo siguiente:
-Créame, señora, que su hija siempre me gustó. De no haber sido así, nunca la habría matado.
-Cuéntaselo a quien le importe- respondió la madre antes de abandonar la iglesia.
Gloria Perrotti era muchas cosas, además de la madre de Ariadna Sampras. Tenía esa actitud altiva de quien no ha conseguido nada en la vida pero finge haberlo hecho. Actriz de tercera, bailarina de segunda y una descarada de primera. Sólo una cosa era más poderosa en ella que el veneno en su lengua: el odio que profesaba a su hija.
Lo cierto es que Bernardo Gavilán jamás había contemplado el asesinato, siempre pensó que eso era cosa de locos, sádicos o gente muy rica. Él no encajaba, que supiera, en ninguna de esas categorías. Por eso se sorprendió cuando Ariadna Sampras se aproximó a él al final de su turno en el Heaven Club y le susurró al oído lo siguiente:
-Hazme feliz, cariño, ¿quieres? Esta noche, camino a casa, mátame. Hazlo suave, ya sabes cómo me gusta.
No preguntó, no quiso saber. Se limitó a cumplir los últimos deseos de ese ángel desdichado. Y cuando hubo terminado la faena, en la noche sin lluvia, pronunció una elegía:
-Adiós, Gran Sampras. Llévate tu risa a otra parte. 


Marlow

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