EL CASTIGO - I Concurso de microrrelatos "La cruz del Negro"


EL CASTIGO
Soy investigador privado y reconozco que, desde hace mucho tiempo, mis casos se reducen a un puñado de infidelidades.
El penúltimo, el de un viejo industrial casado con una mujer que podría ser su hija. El pobre hombre sospechaba que la jovencita le ponía los cuernos desde hacía tres meses, no fue difícil descubrir que llevaba tres años engañándole, y eso que se habían casado hacía dos y medio.
Fue un caso extremadamente fácil, la chica no se esforzaba en ocultarlo y cuando me acerqué para fotografiarla con su amante, posó para mí, se mojó los labios y puso morritos.
Sabía lo que hacía, el viejo casi se muere cuando le enseñé las pruebas, pero no lo consiguió. Después de tomarse una copa dijo que no podía echarla de casa, que no tenía más remedio que perdonarla, que Amanda era como su hija y a los hijos no se les echa de casa, tan solo se les castiga.
Yo cobré y continué con mi vida. Desde que entré en este negocio he tenido claro que mientras haya parejas habrá engaños y una vez cumplido un encargo olvido ese caso y paso al siguiente.
Pero ayer recibí una carta.
En ella me invitaban a un cumpleaños en un caserón de las afueras. Iba a tirarla a la papelera cuando he visto, escrita con letra redonda e infantil, la firma de Amanda.
Solo el morbo pudo ponerme ante la puerta de aquella casa a las cinco de la tarde. Una asistenta mexicana me hizo pasar al salón, allí estaba todo preparado para una fiesta infantil. Farolillos, banderines, globos, serpentinas, dulces en abundancia por toda la mesa y, en medio de la sala, colgada del techo una enorme, gigantesca, piñata de mil colores.
― ¿Dónde está la gente― pregunté, y la asistenta me dijo que yo era el primero, y que el señor y sus invitados estaban a punto de llegar.
Me senté y miré a mi alrededor, aquello tenía algo monstruoso que aún no sabía qué era. Enseguida apareció el viejo, estaba mucho mejor que la última vez, vestía un traje claro y me tendió la mano mientras sonreía.
      ― Querido detective, gracias a usted he retomado mi vida.
― ¡Cuanto me alegro! ―le dije, sonriendo también― espero que su esposa se encuentre bien… y que hayan solucionado su problema.
― ¡Ah, mi esposa! Ya no sale tanto como salía, nuestra relación ha tomado otro cariz.
Asentí sin comprender nada.
En ese momento se abrieron las puertas y una docena de chiquillos entró en el salón corriendo, armados con bates de béisbol. Se colocaron debajo de la piñata y empezaron a golpearla al tiempo que chillaban.
A cada golpe que daban, el viejo sonreía.
Es evidente que la simplicidad de mis últimos casos ha acabado con mi perspicacia.

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