EL ASESINO I Concurso de microrrelatos "La cruz del Negro"


EL ASESINO 
 
Cuando se apagaron las luces de la calle, la habitación quedó sumida en una oscuridad que la luz de luna apuñalaba a través de las cortinas. Olía a incertidumbre, a sudor y a incertidumbre. El sueño llegaba y se sentaba en la silla de enea junto a la ventana. Llegaba porque tenía que llegar, sin que los ojos centinelas le dieran conversación mientras escrutaban el fondo de la calle.

La pistola reposaba en la mesa, fría y plateada como las treinta monedas de Judas. Dos cargadores, un cenicero y una columna de humo que huía a través de la ventana completaban aquel universo de vigilia y soledad. Las manos expertas amartillaron el arma por sexta vez en los últimos diez minutos.

Le habría encantado pensar que la suerte estaba echada, pero era mentira. Aquella noche tendría que matar a un ser humano, no es que le importara mucho hacerlo, no iba a ser la primera vez, pero después del último trabajo, creyó firmemente que no tendría que volver a hacerlo.

Asesinó dulcemente a aquella mujer mientras aspiraba los aromas de la primavera. Recordaba el olor a pomelo, a sirope sobre el postre helado donde salpicó la sangre cuando la degolló.Era una sensación agradable matar, la mujer era bonita, no guapa ni exuberante, simplemente era delicadamente bonita.

 La imagen, tan nítida como entonces, parpadeo en sus pupilas. Los ojos desorbitados de la mujer le miraron con una expresión de ahogo, terror y sorpresa, dejando escapar entre sus labioslos últimos estertores de vida antes de quedarse groseramente sentada.

Volvió a martillar el arma y a alargar el brazo apuntando a un punto inexacto de la pared. Dejó la pistola en la mesa, miró su reloj de pulsera y encendió otro cigarro. No tenía prisa. La venganza no llegaría aquella noche tampoco, estaba obsesionado. Nadie le conocía, nadie le buscaba… Cuatro años de vigilia lo atestiguaban.

La oscuridad se fue disipando cuando los rayos anaranjados del amanecer fueron solapando la negrura que alimentaba el sueño de Catalina Betancourt bajo las ropas de cama. Se movió buscando el acomodo de una nueva postura y su cuerpo quedó semidesnudo bajo las sabanas, mostrando sus volúmenes femeninos como en el cuadro de “La mujer durmiente” deCousin.

El hombre se levantó, fue al cuarto de aseo y se lavó la cara. Se desnudó y se sumergió entre las sábanas cuadriculadas. Pasó la mano sobre la cadera desnuda y avanzó por el cuerpo femenino hasta reposar su mano en uno de sus pechos, lo amasó a su capricho, cerró los ojos y se quedó dormido.

Habría matado a la mujer que abrazaba miles de veces, le sacaba de sus casillas con su voz estridente y sus gesticulaciones absurdas, pero no podía, era la madre de sus hijos, y eso, era sagrado.

JUNTALETRAS





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